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POR UNA JUSTICIA CLIMÁTICA IGUALITARIA

El 2020 ha sido un despertar de nuestras interconexiones como sociedad global, tanto con lo que respecta a nuestra relación con el planeta, como con la biosfera, como entre las distintas sociedades humanas. Hemos empezado a entender que nuestros efectos tienen un impacto claro no solo en nuestra biosfera, sino también en nuestras vidas diarias.

El temporal Gloria que asoló nuestras costas a principios de este año, es únicamente el más reciente y local de los ejemplos del endurecimiento de los fenómenos atmosféricos que sufriremos a partir de ahora. Por otro lado, la crisis del coronavirus ha sido un ejemplo de la relación entre el ecocidio brutal al que estamos sometiendo a toda la biosfera y cómo enfermedades que tal vez nunca nos hubieran afectado se vuelven cada vez más comunes.

Criatura mirando a una pancarta que relaciona el Covid-19 con la emergencia climática, en medio de una performance con muchos zapatos vaciós

Hace tiempo que hemos entrado en el antropoceno, la era geológica en la que los humanos hemos modificado profundamente el clima y la biosfera a escala planetaria con nuestras actividades. Sin embargo, no todas compartimos la misma culpa: podemos hablar de capitaloceno, ya que la causa fundamental de que hayamos llegado a esta situación de emergencia es el sistema tóxico en el que vivimos.

La era de la desolación

Para afrontar la emergencia climática con la altura de miras y seriedad necesaria, necesitamos reconocer que hay una desigualdad en las responsabilidades de estas emisiones. Igual que no podemos hablar de que todos los humanos tienen la misma responsabilidad en el cambio climático y el ecocidio, lo mismo podemos decir de las sociedades y países en los que se agrupan. Así, podemos comprobar cómo el 10% más rico de la población humana genera el 49% de emisiones. O, aún más grave, el 50% de la población mundial es responsable solamente del 10% de las emisiones globales.

Esta diferencia es debida a la acumulación de infraestructuras industriales que tienen los países del Norte Global, mientras que los del Sur tienen dificultades a causa de ello por el hecho de haber sido sometidos a un extractivismo sistemático durante décadas. Es decir, si los países del Norte pueden disfrutar de los niveles de vida y producción que tienen ahora mismo ha sido gracias a los recursos del Sur Global, los cuales han sido extraídos, por medios cuanto menos cuestionables, de sus territorios. Así hemos llegado a la era de la desolación, donde los intereses de unos pocos rigen el sistema, mientras el 90% restante queda a la merced del ecocidio y de fenómenos atmosféricos cada vez más extremos.

Estos pocos, que tienen fácil acceso a los gobiernos del Norte Global a través de grupos de presión, reclaman para sí todas las infraestructuras industriales y desarrollistas. Esto provoca no solo efectos directos en los ecosistemas que rodean estas sociedades, sino que hace de las propias infraestructuras un motivo de desigualdad. Una vez desarrolladas en una etapa posindustrial, y teóricamente más “eficiente” desde el punto de vista del capitalismo verde, la producción y la consiguiente contaminación se ven devueltas a los países del Sur. Así se completa el círculo: después de haber sido sometidas durante décadas a expolios coloniales, las sociedades de las periferias globales se ven sumidas en zonas de sacrificio: es allí donde se localizan industrias altamente contaminantes, que ya no son aceptadas en el Norte Global, a la vez que se expolia el territorio para desproveerlo de minerales, madera u otros recursos. Obviamente, esto tiene graves efectos no exclusivamente en los ecosistemas locales, sino en las vidas diarias de su gente y en la capacidad de reacción de sus sociedades ante cualquier cambio que afecte sus vidas, mucho más inhóspitas.

Por una justicia climática

Estas desigualdades van mucho más allá, por tanto, de las simples desigualdades de emisiones. Tienen también repercusiones a nivel social, económico y político con impactos claros, uno de los cuales es la capacidad de generar sociedades resilientes ante la emergencia climática. Por eso, a cualquier perspectiva de estabilización climática y preservación ecológica, debemos sumarle también una perspectiva de justicia global, de justicia climática.

No podemos conformarnos con que nuestras sociedades europeas erijan “burbujas climáticas”, murallas tras las cuales protegerse inútilmente de una catástrofe global de las que son responsables en gran medida. Y, en un mundo ecológicamente lleno, no podemos aceptar las supuestas soluciones que nos han traído hasta aquí. Ante los intereses de siempre, que proponen que el único camino al “desarrollo” es a través de la contaminación y extracción acelerada que los países europeos usaron durante dos siglos, debemos rebelarnos.

Tenemos que entender la justicia climática como un reparto de cargas, para que ningún país se vea sometido a afrontar la crisis climática en soledad. Pero, de igual forma, debemos entender la justicia climática para avanzar, tanto las sociedades del Norte, como las del Sur Global, a una meta común a través de la solidaridad y de la cooperación.

Si los jefes de Estado y de gobierno no están dispuestos a hacerlo, nosotras, las sociedades civiles de todo el mundo, lo haremos por ellos. Tal y como ya mostramos en la COP25, ante los incendios de Australia o con la llegada de gas extraído por fracking a Barcelona.

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